(Edgar Allan Poe - 1842)
La "Muerte Roja" había devastado la región durante largo tiempo. Jamás
una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era
encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Las manchas
escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima dejaban a ésta fuera de
todo socorro y de toda simpatía.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron despoblados
llamó a su lado a sus cortesanos de confianza, y se retiró con ellos al
seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y
magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque
majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la
circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro,
los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los
cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a
los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba
ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos
podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por
su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había
reunido todo lo necesario para los placeres. Hermosura, vino y seguridad
estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero
ofreció a sus amigos un baile de máscaras de la más insólita
magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan
que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una
serie imperial de estancias-. Si, por ejemplo, la cámara de la
extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus
ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos
purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente
verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e
iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con
violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de
colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes,
cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad.
Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la
decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un
gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar
sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su
circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo
nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su
énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían
obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el
sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones;
durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto;
y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar
que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se
pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa
meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo,
livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí,
como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz
baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una
emoción semejante. Mas, al cabo de tres mil seiscientos segundos del
Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el
desconcierto, el temblor y la meditación. Pese a ello, la fiesta era
alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se
mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba
los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus
concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber
creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era
necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo
estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la
decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto
había guiado la elección de los disfraces.
Continuaba la fiesta
en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos
del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya
he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y
como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el
reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los
pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que
reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también
por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se
hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron
tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta
entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en
un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un
rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto,
horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera
provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no
tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso
más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el
corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin
emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la
muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se
puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el
traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro.
Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una
mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al
semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se
habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella
frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz.
Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la
Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente,
así como el rostro, aparecía manchada por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen
(que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su
papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer
momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero
inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve
-preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se
atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y
desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las
almenas!
Mas la indecible aprensión que la insana apariencia
de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie
alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un
metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un
solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando
ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el
principio lo había distinguido. Próspero, enloquecido por la ira y la
vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera sin que nadie
lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano,
acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la
figura, que seguía alejándose, cuando ésta se volvió de golpe y enfrentó
a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía
resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se
desplomaba muerto. Reconocieron entonces la presencia de la Muerte Roja.
Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los
convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en
la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se
apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los
trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja
lo dominaron todo.